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sábado, 15 de marzo de 2008

Una biografía un poco más completa


(Información extraída de los Anales del Seminario de Málaga y Causa de Beatificación)

Juan Duarte nació en Yunquera el 17 de marzo de 1912. Sus padres fueron Juan Duarte Doña y Dolores Martín de la Torre. De este matrimonio nacieron diez hijos, de los que sobrevivieron seis, Juan era el cuarto de ellos.

Su padre era un labrador autónomo, con bienes suficientes para no tener que trabajar por cuenta ajena, aunque no para llevar una vida desahogada; hombre de campo de recia piedad; miembro veterano de la Adoración Nocturna, como recuerda la insignia expuesta en el chinero de su casa, que mantuvo una relación muy estrecha con su hijo Juan, desde que era pequeño, y aún más cuando le comunicó su deseo de ingresar en el Seminario. Era, sin duda, su hijo preferido, lo cual nunca despertó celos en sus hermanos, pues ellos también le tenían como el mejor de todos.

Fue bautizado en la parroquia de la Encarnación de Yunquera, donde recibió también la Confirmación. De la recepción de estos sacramentos no hay partidas, porque el archivo parroquial fue totalmente destrozado en el año 1936 y las hojas de sus libros sirvieron para envolver los productos que se adquirían en la iglesia, convertida entonces en economato.

Ingresó en el Seminario en el curso 1925-1926, a la edad de trece años. A decir verdad, fue una decisión que a nadie sorprendió, pues desde muy pequeño ya mostró su cercanía y su inclinación hacia la Iglesia. Y se sentía tan firme en su vocación que cuando, ante los insuficientes medios económicos de la familia, el padre le planteó cómo podrían pagar sus estudios, él sin vacilar respondió: "No se preocupe, el Señor le va a ayudar".
En el Seminario Juan se sintió perfectamente, pues más que un internado se encontró una verdadera familia, con un auténtico padre –el rector– y un excelente director espiritual, el P. Soto.

Juan quería mucho al Seminario, como permanentemente pudieron constatar sus padres y sus hermanos. Cuando estaba en el pueblo pasando las vacaciones de verano, contaba los días que faltaban para el regreso. Y en una ocasión muy señalada, cuando, después de la quema de iglesias y de conventos en Málaga en mayo del 1931, se planteó la necesidad de regresar al Seminario y su padre le pidió que aplazara su vuelta hasta que la situación política se normalizase, Juan Duarte fue de los valientes que volvieron al Seminario, dispuestos a emprender aquella nueva etapa, huérfanos de su Obispo tan querido, D. Manuel González, y con muy escasos recursos económicos, pero con unos superiores que vivían ya el ideal expresado en aquellos días por el propio D. Manuel: "Espíritu Santo, concédenos el gozo de servir a la Madre Iglesia de balde y con todo lo nuestro".

Durante los años de Seminario, Juan era, como decía el Padre Soto, "un seminarista ejemplar". Inteligente y estudioso, fue aprobando siempre con las máximas calificaciones. Reconociendo su capacidad, en los últimos cursos se le encomendó la tarea de prefecto de los seminaristas menores, educador de ellos. Era alegre y sencillo, de lo cual tuvieron constancia los niños del catecismo de la parroquia de la Victoria y los de Yunquera. De él y de otros dos seminaristas, José Merino y Miguel Díaz, también de Yunquera, se decía que en sus vacaciones traían la alegría al pueblo. Era muy notable su profunda vocación apostólica. Contaba a este respecto su hermana que Merino le dijo un día: "Cuando sea sacerdote, quiere irse a las misiones".

El 1 de julio de 1935 recibió el Subdiaconado; de la noche anterior tenemos una plegaria a la que él alude en una emotiva carta al Obispo Don Manuel González: "¡Con qué ganas me pongo en brazos de la Iglesia y con qué ganas le pido al Señor que me quite la vida si no he de servirla con la alegría que inunda mi alma el día que a ella me entrego!".
Al año siguiente fue ordenado Diácono en la Catedral de Málaga, el 6 de marzo de 1936.

Cualidades sobresalientes de Duarte eran su arrojo y valentía, pese a ciertas apariencias de timidez. Prueba de ello es la respuesta que dio a uno de los principales dirigentes políticos y revolucionarios de su pueblo, cuando, estando en su casa, preguntó a su hermana Dolores y a su novio por qué si llevaban 11 años de noviazgo no se casaban o se juntaban, y él, adelantándose a ellos, respondió: "Se casarán cuando las cosas cambien a mejor". Así mismo se hizo patente este arrojo cuando, en plena vorágine revolucionaria, un día pasó junto a la puerta de su casa uno blasfemando y él quiso salir para abofetearle, o en su empeño de salir por las calles con sotana hasta el último momento, o de negarse a esconderse en el zulo que le había preparado su padre, como le pedían con lágrimas en los ojos su madre y sus hermanas.

Duarte, sin embargo, dudaba de su capacidad para afrontar el martirio "si llega el momento", como le confesó un día a su amigo Merino.
A este arrojo y valentía de Duarte bien pueden llamársele "parresía", esto es, libertad recibida del Espíritu para decir y hacer lo que él quiere. Su familia y los que le trataron de cerca en aquellos meses saben que una respuesta que frecuentemente salía de sus labios cuando alguien le advertía que la situación empeoraba era: "¡El Señor triunfará, el Señor triunfará!
Quizás ese arrojo o "parresía" fuese la razón última de por qué no fue martirizado en El Burgo como sus dos compañeros José Merino Toledo y Miguel Díaz Jiménez, y se lo llevaran a Álora para matarle en este pueblo, después de una semana de torturas y humillaciones.

Su detención ocurrió el 7 de noviembre, por la delación de alguien que, tras un registro fallido llevado a cabo en su casa, le vio asomarse a una pequeña ventana para respirar aire puro después de varias horas, sin luz ni ventilación, en una pequeña pocilga que le había servido de escondite.
Cuando los milicianos pegaron en la puerta, sólo se encontraban en casa su madre y él, pues de sus hermanas dos habían ido al campo para lavar la ropa y la otra, la más pequeña, Carmen, se encontraba aprendiendo a bordar para confeccionarle la cinta con la que sus padres atarían las manos de Juan en su ordenación sacerdotal.

De su casa le llevaron al calabozo municipal, y de allí, con los otros dos seminaristas, José Merino y Miguel Díaz, sobre las cuatro de la tarde, lo trasladaron a El Burgo, donde quedaron sus dos compañeros, martirizados en la noche del 7 al 8, mientras Juan fue llevado, por la carretera de Ardales, hasta Álora.

Los motivos para no asesinar a Juan en El Burgo, como hicieron con los otros, y llevarlo a Álora no son suficientemente conocidos, pero parece ser fruto de un acuerdo del Comité Local de Yunquera con algún dirigente revolucionario de Álora.
En Álora, fue llevado primeramente a una posada y, después, a la Garipola o calabozo municipal, en el que durante varios días fue sometido a torturas sin cuento, con las que pretendían forzarle a blasfemar. Pero él siempre respondía: "¡Viva el Corazón de Jesús!" o "¡Viva Cristo Rey!".
Las torturas y humillaciones a las que fue sometido en la Garipola fueron muy variadas: desde palizas diarias, introducción de cañas bajo las uñas, aplicación de corriente eléctrica en su genitales, (en una ocasión llegó a avisar que el cable se habría debido desconectar de la batería, porque no sentía la corriente) hasta paseos por las calles entre burlas y bofetadas con el mismo objetivo. De cómo se desarrollaban estos paseos hay testimonios de varios familiares y amigos, ya difuntos.

La buena gente de Álora vivió la pasión de Juan Duarte como la de un hijo o hermano muy querido. Fueron muchos los que deseaban que aquel sufrimiento, aquella insoportable muerte lenta acabase de una vez. Algún bienintencionado llegó a hablar con él para convencerle y que cediera en su actitud.
De la Garipola lo llevaron a la cárcel, que entonces se encontraba en la Plaza Baja, hoy Plaza de la Iglesia. Allí se inició el sádico proceso de mortificación, psíquico y físico, que habría de llevarle al fin hasta la muerte.

Empezó este proceso introduciendo en su celda a una muchacha de 16 años, con la misión expresa de seducirle y aparentar luego que la había violado. Como este atropello no dio el resultado apetecido, uno de los milicianos, con la colaboración de otros, se acercó a la cárcel y con una navaja de afeitar le castró y entregó sus testículos a la tal muchacha, que los paseó por el pueblo.
Realizada esta salvaje acción, cuando Juan Duarte recuperó el conocimiento, sólo preguntaba a los demás presos que estaban en la misma celda: "Pero, ¿qué me han hecho, qué me han hecho?".
Como la indignación de mucha gente de Álora aumentaba por días y la actitud de Juan Duarte se hacía más provocadora –pues con serenidad preguntaba a sus verdugos si no se daban cuenta de que lo que le hacían a él se lo estaban haciendo al Señor–, los dirigentes del Comité decidieron acabar con él proporcionándole una muerte horrenda.

Esta muerte se llevó a cabo en la noche del día 15 de noviembre. Lo bajaron al Arroyo Bujía, a kilómetro y medio de la estación de Álora, y allí a unos diez metros del puente de la carretera, lo tumbaron en el suelo y con un machete lo abrieron en canal de abajo a arriba, le llenaron de gasolina el vientre y el estómago y luego le prendieron fuego.

Durante este último tormento, Juan Duarte sólo decía: "Yo os perdono y pido que Dios os perdone... ¡Viva Cristo Rey!".
Las últimas palabras que salieron de su boca con los ojos bien abiertos y mirando al cielo fueron: "¡Ya lo estoy viendo... ya lo estoy viendo!".
Los mismos que intervinieron en su muerte contaron luego en el pueblo que uno de ellos le interpeló: "¿Qué estás viendo tú?". Y acto seguido, le descargó su pistola en la cabeza.

Pocos meses después, el 3 de mayo, su padre, hermanos y otros familiares se presentaron en Álora para exhumar su cuerpo, fácil de encontrar bajo la arena, pues había sido enterrado por unos vecinos a tan poca profundidad que su hermano José, como él mismo contó, con sólo escarbar con sus manos, topó enseguida con sus restos.
Una mujer, que estuvo presente en aquella exhumación y que lo vio todo, refirió que su sangre no aparecía como derramada en su ropa, sino cuajada formando bolas, lo que viene a confirmar que fue, efectivamente, quemado después de abrirle el vientre y el estómago.

Y finalizamos estas breves notas afirmando que, al conocer así los datos tan impresionantes de aquella semana de pasión, puede decirse, con toda certeza, que el martirio de nuestro diácono Juan Duarte Martín, aquel joven de sólo 24 años de edad, no es menor que el de los insignes diáconos de la Iglesia, San Esteban y San Lorenzo.

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BIBLIOGRAFÍA

Guede Fernández, L. Martirologio Malaginense; edición del autor; Málaga-2003.
Orellana Hurtado, L. Dios ha soltado la cuerda; edición del autor; Málaga-2006.
Sánchez Trujillo, P. La fuerza de la fe, vida y martirio de Juan Duarte;
edición del autor; Málaga-2003.
Id. Juan Duarte Martín, un amigo valiente de Jesús;
edición del autor; Málaga-2007.
Para catequistas y niños de catequesis.

martes, 6 de noviembre de 2007

El Sagrado Corazón




Este es el Sagrado Corazón del Seminario de Málaga, al que el Beato Juan Duarte se dirigió con toda seguridad en más de una ocasión durante su estancia en el mismo. La imagen fue restaurada después de la Guerra Civil.
El Beato entró en el Seminario en 1925.
También se incluyen algunas imágenes actuales del Seminario.

Más detalles sobre la muerte de Juan Duarte


Tomando como fuente el libro publicado el año 2003 por D. Pedro Sánchez Trujillo titulado "La Fuerza de la Fe Vida y martirio de Juan Duarte Martín y recuerdo de otros mártires malagueños de 1936", presentaremos el testimonio de unos seminaristas de Málaga:

Juan Duarte Martín, diácono, natural de la Yunquera, a 65 Km. de la capital malagueña, nacido un 17 de marzo de 1912, en el seno de una humilde y piadosa familia. Desde siempre manifestó su inclinación vocacional. Ingresó en el Seminario malagueño el año 1925 y tan a gusto se encontraba en él que cuando llegaban las vacaciones de verano estaba deseando regresar. Aquel era un seminario ejemplar y original, forjado según el proyecto del beato D. Manuel González, su santo obispo, en el que todo apunta a la formación de sacerdotes-Hostia para la salvación del mundo, en un ambiente familiar, sencillo, entregado y acogedor.

Cuando Duarte regresaba a su pueblo de vacaciones daba clases particulares y se preocupaba de la educación cristiana de los niños. Él y los demás seminaristas de Yunquera hacían exclamar a las gentes: “¡Qué alegría meten en el pueblo cuando llegan ellos!”. De Juan dicen que era el más abierto y alegre de todos los seminaristas, “cantaba mucho y muy bien”.
La noche del 11 de mayo de 1931, cuando la quema de Iglesias y conventos, Juan salvó su vida de milagro.
Ordenado ya de diácono, Juan llegó a su pueblo de vacaciones el 17 julio de 1936 y al día siguiente, estando reunido con otros seminaristas sufrió el primer registro en su casa por los rojos. A partir de ese momento ya se quitó la sotana para no preocupar a su madre, por el peligro que usarla conllevaba. Después vendrían otros registros, y en la mañana del día 7 de noviembre de 1936 también detuvieron a los seminaristas del pueblo José Merino Toledo y Miguel Díaz Jiménez, junto con un cuñado de Miguel y otro seglar. Les condujeron entre las localidades del Brugo y Ardales y el día 8 del mismo mes José Merino fue asesinado, después de ser mutilado de manos y órganos genitales, por negarse a blasfemar, y por su condición de seminarista. Miguel Díaz fue molido a palos y a cada golpe que le daban para que blasfemara él contestaba: “¡Viva Cristo Rey!, como Cristo perdonó a sus enemigos yo os perdono a vosotros”. Como no consiguieron que saliera la blasfemia de su boca lo dejaron descalzo y le obligaron a andar por encima de espinos que ardían. Después lo ataron a un olivo mientras los milicianos se comían un chivo asado. Cuando acabaron de cenar, uno de ellos, con la bayoneta en su fusil se la puso en el estomago, y como tampoco esta vez quiso blasfemar, lo atravesó dejándole clavado en el olivo, a lo que él respondió con una mueca de dolor: “A mi cuerpo le mataréis, pero a mi alma no”. Hasta su muerte continuó repitiendo : ¡Viva Cristo Rey! yo os perdono como Cristo perdonó a sus enemigos”. Al parecer le remataron a hachazos.

Tras la muerte de Merino y de “Miguelito”, que Juan Duarte había contemplado, le condujeron a Alora, donde vivió su propia pasión y muerte desde el día 8 al 15 de noviembre, y pudo demostrar su amor a Cristo por encima de todo. Llegó escoltado por los milicianos, le vieron llegar muy sereno, vestido con chaqueta de color claro, y le llevaron a la posada de Frasquita Dueña. De allí pasó a la “Garipola”, lugar de arresto en los bajos del Ayuntamiento. En ese lugar los milicianos le insistían para que blasfemara y como sólo respondía ¡Viva Cristo Rey! le pegaron mucho, como atestiguó una vecina que lo escuchó todo desde detrás de la persiana de su ventana. Diariamente fue torturado para que blasfemara, como así lo manifestó uno de sus verdugos al ser preguntado sobre su blusa manchada de sangre: “Vengo de dar una paliza a ese cura, y estas son las salpicaduras, para que vea usted lo tozudo que es. Ni aunque lo mate , consigo que se cague en Dios”. Una vecina lavó la camisa del diácono y estaba toda ensangrentada y rota de los latigazos y culatazos. De aquí lo bajaron a la cárcel que había en la Plaza Baja. Allí algunas personas buenas le dieron de comer, incluso, a escondidas, el carcelero.
Como las palizas no conseguían hacerle blasfemar le introdujeron cañas por debajo de las uñas y le producían descargas eléctricas en los órganos genitales mediante un cable conectado a una batería de coche, dos horas diarias, pero tampoco consiguieron que blasfemara.

Estando allí lo sacaban con frecuencia montado en un burro y lo paseaban por el pueblo entre burlas e insultos cantándole coplillas ofensivas, haciendo el mismo recorrido de las procesiones de Semana Santa.
A las bofetadas y puñetazos en el estomago para que blasfemara respondía :!Viva Cristo Rey! o ¡Viva el Corazón de Jesús!. A muchos de cuantos le vieron les recordó vivamente al Señor camino del Calvario.
La población estaba impresionada e incluso una persona fue a visitarle a la cárcel con la intención de que depusiera su actitud, pero le vio tan sereno y con tanta calma que no se atrevió ni a proponérselo.
Como pasaban los días y el seminarista no claudicaba le pusieron en la celda una chica de 16 años, amiga de un miliciano, para que le hiciera pecar contra la pureza. Pero no lo consiguió. Su novio-amigo le ayudó para que con una navaja de afeitar le cortara los testículos, como así hizo, y los paseó por el pueblo en un plato diciendo: ¡Son los huevos del curita. Si va a ser cura no los va a necesitar”, después le pidieron a la posadera que se los guisara, pero ésta los guardó en una caja de lata y los enterró junto a una pila de estiércol. Meses más tarde se los entregó a su madre.

Poco después lo llevaron hacia el arroyo Bujía, a un kilómetro de Alora donde, a pesar de que estaba muy débil por la pérdida de sangre, continuaron mutilándolo horriblemente. El dijo a sus verdugos: “podéis matar mi cuerpo pero no mi alma”.
Se sabe que fue abierto en canal, rociado de gasolina y prendido fuego, pues su sangre estaba cuajada y su carne cocida por el fuego. Sus piernas aparecieron partidas, pedazo a pedazo. Un buen hombre encontró su cuerpo abandonado y le enterró allí mismo junto a un olivo. Sus restos fueron trasladados de Alora al cementerio de Yunquera el 3 de mayo de 1937, y posteriormente depositados en la Iglesia parroquial de Yunquera el día 17 de noviembre de 1985.
En la actualidad se encuentra en proceso de beatificación. Esperemos que muchos otros testimonios de mártires no se olviden, es más, también se les documente debidamente para que las Iglesias locales puedan iniciar su proceso de beatificación.
J. de Assis.

martes, 30 de octubre de 2007

Juan Duarte: uno de entre nosotros

Mártires del Seminario
Rectorado Seminario 15/11/2006

15 de noviembre. Fecha en la que en el 2006 hacemos 70 años de la muerte de nuestro mártir JUAN DUARTE, aquel joven de 24 años, natural de Yunquera (Málaga), seminarista, Diácono. Conmemoramos su martirio.

De los 178 mártires seminaristas, religiosos y sacerdotes que tuvo la iglesia malagueña entre 1934 y 1938, Juan Duarte quizás fue el más sobresaliente de todos. En 1936, desde el 7 de noviembre al 15, diariamente interrogado, vejado y torturado... hasta rociarlo de gasolina y quemarlo vivo en un arroyo.

Y el muchacho, a sus 24 años, teniendo muy claras dos cosas: que "El Señor triunfará", y que "¡Viva Cristo Rey!".

Viene bien confrontar estas jornadas de su martirio con el martirio de los personajes bíblicos del libro primero de los Macabeos: hubo quienes adoptaron las costumbres paganas, se acomodaron a los usos paganos, y... acabaron poniendo sobre el altar un ara sacrílega. Pero otros (Eleazar, los 7 hermanos con su madre...) valoraron más la Ley de la Alianza, el buen ejemplo a los jóvenes y la honra personal... y dieron su vida al Señor.

Es momento para agradecer a Dios la fuerza que da a sus testigos, para admirar y ensalzar en éstos la excelente disponibilidad y entrega de su vida, para reflexionar y aprender todos nosotros: ¿Y yo qué estoy haciendo con mi vida?

Esa capacidad se la dio el Señor, y Juan Duarte supo corresponderla. Nuestro Seminario fue ámbito educativo donde él se forjó y aprendió a vivir de esta forma.

Agradecidos a Dios, pidamos hoy por el Seminario, por nuestros seminaristas, por las vocaciones que necesitamos de total entrega para servir al Evangelio. Y pidamos por la vida personal de cada uno de nosotros.

¡Que el Señor no nos permita ser MEDIOCRES. Que nos haga SANTOS!

Santos al estilo de la letra (de José Mª Campos Giles) de la canción que se cantaba en el Seminario en la posguerra:

"Señor, aquí estoy,
grano de trigo soy,
segado y trillado en tus eras.

Señor, cuando quieras me puedes moler,
que yo quiero ser
polvillo de harina
que forme tus hostias de amor.

¡No tardes si quieres, Señor!
¡Oh mi Dios, molinero!
Echa a andar tu molino harinero
y muele la harina,
que quiere ser hostia de amor.

Señor, ¡que te espero!
Empuja la rueda, dolor.

Señor, Señor,
aquí estoy.

Señor, aquí estoy,
aquí estoy".

lunes, 29 de octubre de 2007

«La foto de mi tío Juan forma parte de mi vida. Es la única que había en casa de mi abuela»

«Los asesinaron por el camino. Mi hermano fue vejado, golpeado y le pusieron descargas eléctricas durante tres horas. Una vez le llevaron a una mujer para que yaciera con él, para mofarse. Él se negó y eso molestó a los dos milicianos. Le pidieron a un barbero la navaja y, mientras uno lo sostenía, el otro le cortó sus partes. Luego se cansaron de él, lo subieron a un borrico y lo llevaron hasta el Arroyo Bujía. Allí, de primero, le abren todo el vientre de arriba a abajo, como un cochino, igual... Lo rocían todo de gasolina y le prenden fuego. Estaba vivo y consciente... Cuando ya moría, decía: 'Ya lo veo, ya lo veo, ya lo estoy viendo'. El Señor diría voy a por ti... En el verano de 1936 mi hermano Juan tenía 24 años. Era diácono. Muy rubio, pero con los ojos azules... Tenía un lunar muy bonito en la cara, que nos hacía mucha gracia... ayyy, aquel lunar, ji, ji,ji... El 17 de julio llegó de vacaciones a Yunquera desde el seminario. Málaga se mantuvo fiel a la República y mis padres lo ocultaron en el campo. Pero una mañana de noviembre, mientras leía el breviario en la terraza, oímos a unos milicianos dando voces y llamando a la puerta. Mi madre se asustó y se asomó al terrado. '¿Juan, ay, escóndete, escóndete!', le gritó. '¿Yo por qué me voy a esconder?', respondió. Tras dos registros lo encontraron, lo sacaron de casa a fuerza de culatazos con el fusil. Con él iban también dos seminaristas: José Merino y Miguel Díaz y otros dos vecinos de Álora. Al más joven le sajaron una mano y a José Merino le cortaron el hombro con un hacha».

Carmen Duarte Martín, la hermana Carmen, recuerda desde la clausura del convento de las Carmelitas de Ronda, el secuestro y asesinato de su hermano en 1936. Hoy, la monja, rodeada de sus familiares asiste, en la basílica de San Juan de Letrán, a la beatificación de su hermano y de otros 497 religiosos y seglares que murieron en 1934, 1936 y 1937 .

Al lado de la hermana Carmen estará José Andrés Torres Mora, diputado socialista, ponente de la Ley de Memoria Histórica, amigo personal del presidente José Luis Rodríguez Zapatero y sobrino-nieto de aquel diácono martirizado en 1936. Torres Mora es un ejemplo patente de este país, de que los supuestos dos bandos de la Guerra Civil son pura filfa, de que las vidas, como los sarmientos, se entremezclan, se cruzan y se despegan. Pero comparten raíz. Torres Mora y su familia (como tantas miles) encarnan la paradoja de lo que alguien bautizó como las dos Españas.

«La foto del tío Juan estaba en el comedor de la casa de mi abuela Ana. Yo tenía cuatro años cuando mis padres emigraron a Alemania y me quedé con ella. Esa foto forma parte de mi biografía hasta donde alcanza mi memoria. Era la única foto que había en casa de mi abuela, así que, probablemente, fue la primera que vi en mi vida», recuerda el diputado socialista, antiguo jefe de gabinete de José Luis Rodríguez Zapatero, con quien, además de amistad, comparte un pasado común. «Sí, los dos hemos hablado de esto. Él de su abuelo, fusilado en 1936 por mantenerse fiel a la República tras el golpe militar, y yo de mi tío abuelo Juan, muerto por unos milicianos. Somos la historia de las dos Españas», resume. «Yo no comparto las ideas de mi tío, pero mucho menos comparto las de quienes le mataron», protesta.

Este hombre que hoy está en Roma ha tenido que bregar durante los últimos meses con un difícil encargo. Recuperar la memoria, toda la memoria, y ponerla por escrito en una ley que repare daños y resarza a las víctimas. Pero esa Ley de la Memoria Histórica, lejos de ser un hito para la concordia, ha servido para destapar los fantasmas más temidos. «La ley no tiene voluntad de polemizar, sino de cerrar heridas, de ayudar. La exigencia que me hago como representante de los ciudadanos es que la ley abarque a todas sus víctimas, a todas las personas que murieron a causa de sus ideas y sus creencias. Si la Iglesia incluye a unas y excluye a otras, es su responsabilidad. Pienso que más vale honrar de más que de menos. La generación de nuestros padres, que ahora tiene más de 70 años, hizo una tarea para la que no hay palabras suficientes de gratitud... Pensaron en sus hijos, pero nunca olvidaron a sus padres. Algunos de ellos nos piden ahora que no les olvidemos, que les ayudemos a rescatar su memoria...», asegura.

El rastro de las fosas

La ley persigue cosas tan sencillas como que algunas familias puedan recuperar los restos de sus familiares, enterrados en fosas comunes tras ser pasados por las armas. «Que se establezca públicamente que fueron encarcelados y ejecutados. No creo que nadie deba escandalizarse por eso. No es justo decirles que esperen más tiempo. Primero se les dijo que era demasiado pronto; ahora, que es demasiado tarde. Es cruel. Son personas muy mayores. ¿Quién tiene derecho a negarles ese consuelo? Nada va a pasarle a la sociedad por eso. ¿Es tan difícil ponerse en su lugar?», se pregunta el malagueño Torres Mora.

Estos días, el diputado ha transitado por su memoria más triste y antigua. «A los pequeños se nos decía que, un día, durante la guerra, vinieron unos milicianos y se llevaron al tío Juan y lo mataron. Siendo adolescente conocí la historia completa. Tenía 14 ó 15 años y estaba ayudando a mi padre en el campo. Mientras esperábamos el agua le pregunté por lo que le pasó al tío Juan y me contó la historia con más detalle. Debió de ser todo tan amargo que no se hablaba de ello», dice.

¿Cómo ha asimilado su familia la militancia socialista de Torres Mora? «Hummm. Mi abuelo sabía que aquellos milicianos eran del PSOE de Ronda. Todos entienden mi militancia. ¿Qué tiene que ver la República y la muerte del tío Juan con mi pensamiento? Nada».

Este verano, durante las vacaciones en Yunquera, los sobrinos del nuevo beato acordaron encontrarse en Roma. La hermana Carmen, que salió de la clausura una única vez en 1985 para asistir al traslado de los restos de Juan Torres (nombrado entonces vererable) del cementerio a la iglesia de Yunquera ha tomado un avión rumbo a Roma. Tiene 86 años y ha pasado 67 en el convento. «Está feliz», dice su sobrino. Cuando uno la escucha hablar, recordar y reír sin asomo de odio, entiende quiénes han hecho posible la concordia. «La madre de mi tía abuela Carmen y su marido fueron los auténticos perdedores de la Guerra Civil», remacha el diputado. «No hay nada que valga más que un hijo».

COMO LOS MÁRTIRES

COMO LOS MÁRTIRES (letra de Luis Alfredo Díaz Brito)

Fijaron sus ojos en Cristo
y ya no volvieron atrás.
Sabían de quien se fiaban
y esa razón pudo más.
llevaban los ojos vendados
atados de manos y pies.
Pero el corazón palpitando
henchido de amor y de fe.

COMO LOS MÁRTIRES,
NUESTROS HERMANOS
DE TIERRA HISPANA,
QUEREMOS SER.
DAR NUESTRA VIDAS
UNIR LAS MANOS
Y PREPARARNOS
PARA UN NUEVO AMANECER.

Si hoy nuestros pasos vacilan
si hoy se nos cansa la fe.
Debemos fijar nuestros ojos
en Cristo y con fuerza creer.
Quitar de los ojos las vendas
librar nuestras manos y pies.
Y con corazón bien dispuesto
seguir como ellos tras Él.

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